(Publicado - El Observador 6/09/06)
Ortodoxia fiscal y monetaria —al menos en la retórica—, empeño en profundizar la apertura comercial, rechazo a las refinanciaciones genéricas por vía legal. Y ahora, además, apuesta a una reforma del Estado que pase por la desmonopolización y asociación de las empresas públicas. En definitiva, una serie de cambios no en la orientación general que ha recorrido el país en los últimos veinte años, sino en el discurso y acción política que la llamada “izquierda” desarrollara hasta el 31 de octubre de 2004. Cambios tan profundos que han sumido en la perplejidad, cuando no en el más franco disgusto, al núcleo duro de la militancia frenteamplista.
Frente a tales cambios, la oposición tiene dos caminos posibles. Uno de ellos sería la adopción de una actitud “espejo”: cambiar el discurso radicalmente y ganarle al oficialismo “por la izquierda”, adoptando una pose populista y embistiendo contra esos cambios. Es un camino que a veces rinde en el corto plazo, pero que contribuye a degradar la vida cívica del país. El Frente Amplio a lo largo de los últimos años le dijo a casi todo que “NO” porque pensó en su interés electoral. El otro camino es el que hemos emprendido: celebrar el cambio en el discurso y la acción del oficialismo y adelantar nuestro apoyo a cuanta acción se decida emprender en el rumbo que estimamos correcto. Sin embargo, ello no es suficiente. Como oposición no podemos —no debemos— pasar por alto el cambio de discurso, como si apenas constituyera una anécdota. Porque no lo es. Y no se trata, simplemente, de cobrarse la cuenta. Es mucho más serio el asunto si es que la política es un asunto serio y no un teatro donde hipnotizar a los ciudadanos y luego hacer lo que nos plazca con ellos.
En primer lugar, ganar las elecciones con un discurso y, luego de acceder al gobierno, arrojarlo por la borda y asumir otro completamente diferente, socava la confianza ciudadana en los actores políticos y —por esa vía— en el sistema todo. No debería ser gratuito para nadie apelar a la filosofía del “así como te digo una cosa, te digo la otra”. Supondría elevar al cinismo a la categoría de virtud cívica. Degrada el concepto de que la actividad política es un servicio público y abona la percepción nefasta que los discursos son, apenas, cáscaras vacías con las cuales disfrazar la más descarnada sed de poder. Los colorados, al menos, no estamos dispuestos a que la vida política del país se degrade de esa manera y sentimos que debemos levantar la voz.
Y en segundo lugar, tan imperdonable como bastardear la política es haber obstaculizado el progreso del país, retrasando la introducción de reformas que —ahora se admite— eran necesarias. Obstaculización perpetrada a través del ejercicio directo de acciones políticas (referendos, por ejemplo), pero también alentando entre vastos sectores de la ciudadanía la creencia equivocada de que todo podía dejarse como está y que sólo hacía falta rectitud y voluntad política para emprender un rumbo de felicidad decretado por el Estado. Esa acción cultural también contribuyó a retrasar reformas fundamentales, porque las deslegitimaba. El realismo mágico en política siempre es criminal.
Ahora el oficialismo emprende —y aspira a profundizar— el camino que ya otros habíamos recorrido, pero lo hace con espíritu fundacional, como si hubiera descubierto la pólvora. Acompañaremos, lo que corresponda —como es deber de todo buen ciudadano— siempre que entendamos que el rumbo es correcto. Pero no por ello habremos de silenciar la voltereta. Sería injusto y poco digno.
Frente a tales cambios, la oposición tiene dos caminos posibles. Uno de ellos sería la adopción de una actitud “espejo”: cambiar el discurso radicalmente y ganarle al oficialismo “por la izquierda”, adoptando una pose populista y embistiendo contra esos cambios. Es un camino que a veces rinde en el corto plazo, pero que contribuye a degradar la vida cívica del país. El Frente Amplio a lo largo de los últimos años le dijo a casi todo que “NO” porque pensó en su interés electoral. El otro camino es el que hemos emprendido: celebrar el cambio en el discurso y la acción del oficialismo y adelantar nuestro apoyo a cuanta acción se decida emprender en el rumbo que estimamos correcto. Sin embargo, ello no es suficiente. Como oposición no podemos —no debemos— pasar por alto el cambio de discurso, como si apenas constituyera una anécdota. Porque no lo es. Y no se trata, simplemente, de cobrarse la cuenta. Es mucho más serio el asunto si es que la política es un asunto serio y no un teatro donde hipnotizar a los ciudadanos y luego hacer lo que nos plazca con ellos.
En primer lugar, ganar las elecciones con un discurso y, luego de acceder al gobierno, arrojarlo por la borda y asumir otro completamente diferente, socava la confianza ciudadana en los actores políticos y —por esa vía— en el sistema todo. No debería ser gratuito para nadie apelar a la filosofía del “así como te digo una cosa, te digo la otra”. Supondría elevar al cinismo a la categoría de virtud cívica. Degrada el concepto de que la actividad política es un servicio público y abona la percepción nefasta que los discursos son, apenas, cáscaras vacías con las cuales disfrazar la más descarnada sed de poder. Los colorados, al menos, no estamos dispuestos a que la vida política del país se degrade de esa manera y sentimos que debemos levantar la voz.
Y en segundo lugar, tan imperdonable como bastardear la política es haber obstaculizado el progreso del país, retrasando la introducción de reformas que —ahora se admite— eran necesarias. Obstaculización perpetrada a través del ejercicio directo de acciones políticas (referendos, por ejemplo), pero también alentando entre vastos sectores de la ciudadanía la creencia equivocada de que todo podía dejarse como está y que sólo hacía falta rectitud y voluntad política para emprender un rumbo de felicidad decretado por el Estado. Esa acción cultural también contribuyó a retrasar reformas fundamentales, porque las deslegitimaba. El realismo mágico en política siempre es criminal.
Ahora el oficialismo emprende —y aspira a profundizar— el camino que ya otros habíamos recorrido, pero lo hace con espíritu fundacional, como si hubiera descubierto la pólvora. Acompañaremos, lo que corresponda —como es deber de todo buen ciudadano— siempre que entendamos que el rumbo es correcto. Pero no por ello habremos de silenciar la voltereta. Sería injusto y poco digno.
1 comentario:
Tenés razón, pero igual yo prefiero NO ¨MARCAR ¨ je je jeeeee
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