miércoles, setiembre 20, 2006

EL PAIS DE LOS PREJUICIOS

(Publicado - El Observador 20/09/06)
No es fácil saber exactamente cuál es la personalidad de una nación. Existen, empero, ciertos lugares comunes en los que todos nos reconocemos en esta tierra: gente tranquila, sentido fraternal en la convivencia cotidiana, no muchas ambiciones en términos generales, negación expresa del éxito ajeno, desconfianza hacia el poder. En fin, nadie puede decir que soy muy original al pintar —con trazo grueso, sí— sólo algunos de los diversos rasgos en los que —para bien o para mal— todos nos podemos reconocer como uruguayos.
Lo que me asombra, últimamente, es que al país le empiezan a conquistar el alma ciertos nuevos (¿nuevos?) prejuicios —que pueden con el tiempo devenir marcas de identidad— pero que sólo son hijos de la ignorancia y que obedecen a una decadencia cultural que nos puede dejar por el camino en la noche de los tiempos.
Todo el maniqueísmo que se construye a favor y en contra del TLC, o a favor y en contra del Mercosur, es sólo una tímida señal de lo que estoy refiriendo. Los defensores del TLC se sienten tentados a blasfemar contra el MERCOSUR. Los “mercosureños”, por su lado, creen tener derecho a escupir en la cara de los estadounidenses. En realidad, nadie formula aportes demasiado serios en relación al formato definitivo en que quedarán las cosas ante un acuerdo de esta naturaleza. Ganan por paliza los prejuicios de un lado y del otro. Antes de pensar a fondo, ya se tomó partido. Son no pocas las oportunidades, entonces, en las que los uruguayos terminamos trenzados, los unos contra los otros, sólo por las tapas de los diarios, sin saber si el debate tiene mérito o no.
Ahora con el tema de los militares en prisión ocurre lo mismo. Son pocos los que miran toda la película. Hay mucho sentimiento de venganza en el oficialismo, al que visten de formato jurídico, pero en el fondo les gana el prejuicio en torno al pasado. Del otro lado, ya se advierte que hay señales de crispación que no son ni estimulantes, ni tranquilizadoras, también basadas en prejuicios de un primitivismo atávico. Por supuesto, en el medio hay segmentos de población que empiezan a tomar partido como si se tratara de una contienda deportiva. Y los prejuicios ciudadanos aparecen a flor de piel. Lo advierte cualquiera.
Un país deja de ser ignoto el día en que su población tiene mejor educación y la sociedad es más culta. Acá nos creemos cultos porque hay niveles fuertes de alfabetización y no advertimos que la cosa es más profunda que saber leer y escribir —y con frecuencia alarmante, hacerlo mal. Y no se trata de que la población discuta al nivel de Sócrates o los teólogos escolásticos, pero no es sensato vivir en un ambiente en el que el grito de la tribuna orienta el destino nacional. Porque supone sumirnos en la mediocridad más absoluta y aterradora.
Para muestra basta un botón: el oficialismo siempre defendió un discurso humanista, tolerante y comprensivo hacia la minoridad infractora. Ahora aterriza un proyecto que sólo se ocupa de la faz preventiva y represiva y nada aporta a lo medular del problema. Nada habla de rehabilitación. ¿No era que este tema requería un enfoque integral, que sin duda lo requiere? ¿No era que con la inflación penal íbamos mal? ¿Sólo eso se les ocurrió para la cambiar el Código de la Niñez? ¿Dónde están las mil ideas que recitaban antes?
No nos hace bien regodearnos en los prejuicios de manera militante. Cuando el Ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca insiste en la propiedad de la tierra y su rechazo a las sociedades anónimas al portador, en el fondo le gana el prejuicio con respecto a esas formas de titularidad de la propiedad. Y hace mal, muy mal, porque ese no debiera ser su eje de preocupación. Lo importante, en mi visión, sea quien fuere el propietario, es que se trabaje esa tierra, que multiplique su productividad y que aporte sustantivamente al ciclo económico. Presionar para saber quién es el titular y rechazar la inversión externa de esa forma, es un acto poco inteligente y, al final, dañino para el país.
Una vez más, en esos planteos ganaron los prejuicios. Sería hora de abandonarlos para siempre, porque se nos puede escapar el destino del país si seguimos tirando de la piolita. Un día se rompe. Y se rompe para siempre.

miércoles, setiembre 06, 2006

CELEBREMOS PERO MARQUEMOS

(Publicado - El Observador 6/09/06)
Ortodoxia fiscal y monetaria —al menos en la retórica—, empeño en profundizar la apertura comercial, rechazo a las refinanciaciones genéricas por vía legal. Y ahora, además, apuesta a una reforma del Estado que pase por la desmonopolización y asociación de las empresas públicas. En definitiva, una serie de cambios no en la orientación general que ha recorrido el país en los últimos veinte años, sino en el discurso y acción política que la llamada “izquierda” desarrollara hasta el 31 de octubre de 2004. Cambios tan profundos que han sumido en la perplejidad, cuando no en el más franco disgusto, al núcleo duro de la militancia frenteamplista.
Frente a tales cambios, la oposición tiene dos caminos posibles. Uno de ellos sería la adopción de una actitud “espejo”: cambiar el discurso radicalmente y ganarle al oficialismo “por la izquierda”, adoptando una pose populista y embistiendo contra esos cambios. Es un camino que a veces rinde en el corto plazo, pero que contribuye a degradar la vida cívica del país. El Frente Amplio a lo largo de los últimos años le dijo a casi todo que “NO” porque pensó en su interés electoral. El otro camino es el que hemos emprendido: celebrar el cambio en el discurso y la acción del oficialismo y adelantar nuestro apoyo a cuanta acción se decida emprender en el rumbo que estimamos correcto. Sin embargo, ello no es suficiente. Como oposición no podemos —no debemos— pasar por alto el cambio de discurso, como si apenas constituyera una anécdota. Porque no lo es. Y no se trata, simplemente, de cobrarse la cuenta. Es mucho más serio el asunto si es que la política es un asunto serio y no un teatro donde hipnotizar a los ciudadanos y luego hacer lo que nos plazca con ellos.
En primer lugar, ganar las elecciones con un discurso y, luego de acceder al gobierno, arrojarlo por la borda y asumir otro completamente diferente, socava la confianza ciudadana en los actores políticos y —por esa vía— en el sistema todo. No debería ser gratuito para nadie apelar a la filosofía del “así como te digo una cosa, te digo la otra”. Supondría elevar al cinismo a la categoría de virtud cívica. Degrada el concepto de que la actividad política es un servicio público y abona la percepción nefasta que los discursos son, apenas, cáscaras vacías con las cuales disfrazar la más descarnada sed de poder. Los colorados, al menos, no estamos dispuestos a que la vida política del país se degrade de esa manera y sentimos que debemos levantar la voz.
Y en segundo lugar, tan imperdonable como bastardear la política es haber obstaculizado el progreso del país, retrasando la introducción de reformas que —ahora se admite— eran necesarias. Obstaculización perpetrada a través del ejercicio directo de acciones políticas (referendos, por ejemplo), pero también alentando entre vastos sectores de la ciudadanía la creencia equivocada de que todo podía dejarse como está y que sólo hacía falta rectitud y voluntad política para emprender un rumbo de felicidad decretado por el Estado. Esa acción cultural también contribuyó a retrasar reformas fundamentales, porque las deslegitimaba. El realismo mágico en política siempre es criminal.
Ahora el oficialismo emprende —y aspira a profundizar— el camino que ya otros habíamos recorrido, pero lo hace con espíritu fundacional, como si hubiera descubierto la pólvora. Acompañaremos, lo que corresponda —como es deber de todo buen ciudadano— siempre que entendamos que el rumbo es correcto. Pero no por ello habremos de silenciar la voltereta. Sería injusto y poco digno.