(Publicado - El Observador 31/10/07)
Los padres tienen una responsabilidad que no siempre es clara para todos en la sociedad democrática. Los padres deben educar, instruir en valores, formar a los hijos que tienen a su cargo pero nunca adoctrinar por detrás del dogma.
Algo de esto está pasando en una sociedad que ya no tiene paciencia de nada y de nadie y donde cualquier causa es motivo de revuelta, ocupaciones y malestar. A nadie se le escapa que muchas de las actuales movidas juveniles —y por “actuales” me refiero a las de estos días pero también a las de años anteriores— tienen a los padres por detrás “dando manija”, creyendo que de esa forma se consigue lo que por la vía del diálogo no se obtiene.
Claro, muchos padres que se pasaron una vida cargando de resentimiento a sus hijos con razonamientos llenos de rencor hacia los que estaban en el poder, ahora que el signo del mismo cambió, no saben cómo parar la aceleración mental que construyeron. Es tanta la rabia que inocularon que no se les hace sencillo detenerla.
Desde la izquierda se enseñó que la “confrontación” como arma, era el instrumento útil para desgastar a los gobiernos de turno, para movilizar, difamar, erosionar y alentar las huelgas a como diera lugar. Una vida en la batalla protestando por lo que viniera y por cuanta causa sirviera para demostrar distancia del “neoliberalismo”. Seguro, ahora desmontar esas formas de razonar no es tarea sencilla. Y los que se criaron en esos encuadres ya no tienen vuelta atrás. Le van a regalar su rabia a quien fuere y ya no tendrán contemplación cómplice para con nadie. El invento mata al inventor.
Días atrás, una niña en el Parlamento, en un acto protocolar donde los pequeños escolares jugaban a ser parlamentarios por un día, decía ante la televisión: “no me hagan hablar de los políticos”. Toda una sentencia de un ser que no puede construir esa cosmovisión si no tiene alguien por detrás que le come la cabeza con una militancia en clave de desconfianza hacia el sistema. ¿Cómo imaginar, entonces, que puede haber legitimidad del sistema político si desde el hogar se enseña a desconfiar de la política? ¿Cómo sostener la democracia si hay muchísimos padres que —sabiéndolo o no— hacen golpistas a sus hijos al educarlos en el desprecio y en la distancia hacia todas las instituciones republicanas?
Cuando cae la democracia, lo que cae —entre otras cosas— son los valores liberales, porque no tuvieron la fuerza de sostenerse ante el atropello bravucón del aspirante a dictador de turno. Muchos padres no lo saben, pero pretendiendo defender sus ideales, forman pichones autoritarios que en el día de mañana no estarán dispuestos a recorrer el camino del diálogo y de la tolerancia. Si el tema es gramsciano, si solo se trata de alcanzar el poder para, desde allí, desplegar una accionar duro, con inflexibilidad metodológica y con desprecio por el otro, en fin, las consecuencias serán terribles. Y no nos engañemos: hay mucho de esto por todos lados.
Ahora la izquierda en el gobierno empieza a vivir en carne propia la metodología que utilizó para acceder al poder. Algo de eso tuvo como aperitivo en el quinquenio pasado, en Montevideo, en ocasión del virulento conflicto entre la Intendencia y ADEOM. Llega un día en el que el gobierno es el “culpable de todo” porque desde la “sociedad civil”, los movimientos críticos —en travestismo “apartidario”— inundaron de reclamos, de enojo y de ira al conjunto social. Por eso la sorpresa de algunos gobernantes al ver a “la otra izquierda”, a la callejera, a la social apedreándoles el rancho. Van a tener que acostumbrarse porque lo que se sembró durante una vida, permite cosechas exuberantes.
Los enojos recién empiezan y la vocinglería más fuerte viene de la gente, de esa gente de izquierda que no advierte que sus expectativas se cumplan y que ahora, de a poco, pero a pasos firmes, va a actuar con los instrumentos que se le enseñó siempre porque cree que vive una traición. No es sencillo desmontar esas actitudes, llevaron muchos años instalándose en el alma de mucha gente y forman parte de cierta identidad uruguaya que no está dispuesta a dialogar con nadie.
Es una lástima, pero cuando las sociedades se enojan, siempre hay alguien que las excitó. El mismo que hizo eso antaño, hoy está del otro lado del mostrador. Pero lo triste es que las consecuencias de esta novel confrontación las pagamos todos. Por cierto, una verdadera pena por el país.
Algo de esto está pasando en una sociedad que ya no tiene paciencia de nada y de nadie y donde cualquier causa es motivo de revuelta, ocupaciones y malestar. A nadie se le escapa que muchas de las actuales movidas juveniles —y por “actuales” me refiero a las de estos días pero también a las de años anteriores— tienen a los padres por detrás “dando manija”, creyendo que de esa forma se consigue lo que por la vía del diálogo no se obtiene.
Claro, muchos padres que se pasaron una vida cargando de resentimiento a sus hijos con razonamientos llenos de rencor hacia los que estaban en el poder, ahora que el signo del mismo cambió, no saben cómo parar la aceleración mental que construyeron. Es tanta la rabia que inocularon que no se les hace sencillo detenerla.
Desde la izquierda se enseñó que la “confrontación” como arma, era el instrumento útil para desgastar a los gobiernos de turno, para movilizar, difamar, erosionar y alentar las huelgas a como diera lugar. Una vida en la batalla protestando por lo que viniera y por cuanta causa sirviera para demostrar distancia del “neoliberalismo”. Seguro, ahora desmontar esas formas de razonar no es tarea sencilla. Y los que se criaron en esos encuadres ya no tienen vuelta atrás. Le van a regalar su rabia a quien fuere y ya no tendrán contemplación cómplice para con nadie. El invento mata al inventor.
Días atrás, una niña en el Parlamento, en un acto protocolar donde los pequeños escolares jugaban a ser parlamentarios por un día, decía ante la televisión: “no me hagan hablar de los políticos”. Toda una sentencia de un ser que no puede construir esa cosmovisión si no tiene alguien por detrás que le come la cabeza con una militancia en clave de desconfianza hacia el sistema. ¿Cómo imaginar, entonces, que puede haber legitimidad del sistema político si desde el hogar se enseña a desconfiar de la política? ¿Cómo sostener la democracia si hay muchísimos padres que —sabiéndolo o no— hacen golpistas a sus hijos al educarlos en el desprecio y en la distancia hacia todas las instituciones republicanas?
Cuando cae la democracia, lo que cae —entre otras cosas— son los valores liberales, porque no tuvieron la fuerza de sostenerse ante el atropello bravucón del aspirante a dictador de turno. Muchos padres no lo saben, pero pretendiendo defender sus ideales, forman pichones autoritarios que en el día de mañana no estarán dispuestos a recorrer el camino del diálogo y de la tolerancia. Si el tema es gramsciano, si solo se trata de alcanzar el poder para, desde allí, desplegar una accionar duro, con inflexibilidad metodológica y con desprecio por el otro, en fin, las consecuencias serán terribles. Y no nos engañemos: hay mucho de esto por todos lados.
Ahora la izquierda en el gobierno empieza a vivir en carne propia la metodología que utilizó para acceder al poder. Algo de eso tuvo como aperitivo en el quinquenio pasado, en Montevideo, en ocasión del virulento conflicto entre la Intendencia y ADEOM. Llega un día en el que el gobierno es el “culpable de todo” porque desde la “sociedad civil”, los movimientos críticos —en travestismo “apartidario”— inundaron de reclamos, de enojo y de ira al conjunto social. Por eso la sorpresa de algunos gobernantes al ver a “la otra izquierda”, a la callejera, a la social apedreándoles el rancho. Van a tener que acostumbrarse porque lo que se sembró durante una vida, permite cosechas exuberantes.
Los enojos recién empiezan y la vocinglería más fuerte viene de la gente, de esa gente de izquierda que no advierte que sus expectativas se cumplan y que ahora, de a poco, pero a pasos firmes, va a actuar con los instrumentos que se le enseñó siempre porque cree que vive una traición. No es sencillo desmontar esas actitudes, llevaron muchos años instalándose en el alma de mucha gente y forman parte de cierta identidad uruguaya que no está dispuesta a dialogar con nadie.
Es una lástima, pero cuando las sociedades se enojan, siempre hay alguien que las excitó. El mismo que hizo eso antaño, hoy está del otro lado del mostrador. Pero lo triste es que las consecuencias de esta novel confrontación las pagamos todos. Por cierto, una verdadera pena por el país.