(Publicado - El Observador 19/9/07)
Con este título y hace ya algunos años atrás se abogaba desde algún sector de la Academia para introducirle a nuestro régimen de gobierno fórmulas parlamentaristas. La tradición presidencialista de nuestro país es muy fuerte. Hay quienes han dicho que si vamos a la letra fría de la Constitución estaríamos ante a un semipresidencialismo, pero, la verdad, es que ha funcionado como un presidencialismo puro y nadie puede dudarlo. Este es, pues, un asunto sobre el que se debatió mucho en nuestro país. Sin embargo, no estoy plenamente convencido que el tema esté laudado. Por el contrario, tengo la convicción que el sistema político uruguayo se encuentra en un punto en el que el tema ameritaría ser replanteado.
Por un lado, porque continuamos con un sistema de partidos fragmentado y nada indica que la cosa vaya a cambiar para la próxima elección, sobre todo sabiendo que para el Frente Amplio mantener su caudal electoral es una “misión imposible” y con un Partido Nacional y Colorado disputando el electorado liberal.
Por otro, porque este Gobierno es un testimonio de lo que representa la acumulación total del poder político acompañado por un estilo de administración que impone sus ideas sin darle ningún espacio a la oposición. Sólo se negocia al interior del Frente Amplio y todavía se tiene el descaro de hacer pasar esa discusión interna como si fuera del Parlamento en su conjunto. Para colmo, un Gobierno y sus aliados sociales que no han dudado en acusar a los medios de comunicación, a organizaciones sociales y a los partidos de la oposición de conformar una especie de “eje del mal”. ¡Linda manera de abrirse ante la opinión de los demás! Por lo tanto, de un Ejecutivo fuerte y estable —que es lo que el régimen presidencialista nos ofrece como uno de sus atributos fundamentales— hemos pasado a alarmarnos ante un gobierno que hace abuso de poder. Sin duda, esto es sinónimo de un aumento de la polarización, cuyo primer responsable es el Gobierno.
Por último, y como lógica derivada del propio presidencialismo, el país tiene que padecer lo irregular que son las gestiones ministeriales sin poder hacer nada con los ministros a todas luces incompetentes. Más allá de la opinión que tengamos sobre ésta o aquélla política concreta, hay ministros que producen, pero hay ministros que ya han demostrado ser letalmente ineficientes. Ya no se trata de discrepancias políticas, sino lisa y llanamente de ineptitud. Esos ministros están aferrados al sillón como a un rencor y no hay régimen institucional que permita aplicarles a una censura constructiva.
No creo que Uruguay resista un modelo parlamentarista puro, al menos sin alterar profundamente buena parte de la normativa política y electoral, lo que es otra manera de decir lo mismo. Ahora bien, transformar nuestro régimen de gobierno en un régimen de neto corte semipresidencialista o semiparlamentarista, como quiera llamársele, no es para mí una idea descabellada.
El Frente Amplio tanto habló de la reelección como fórmula de solución a su conflictividad interna que no advirtió que lo que el Uruguay como país necesita no es la reelección (menos con un régimen presidencialista y con esta concentración de poder) sino la continuidad y la estabilidad de las políticas. Porque convengamos que entre las consecuencias de que no se admita la reelección, está el problema de la posible discontinuidad de las políticas gubernamentales. Pero la reelección con presidencialismo es potenciar todos los aspectos negativos de éste.
Lo que importa es la continuidad de los acuerdos mayoritarios asiduamente renovados y la estabilidad basada en la moderación que provoca la propia búsqueda de los entendimientos y de un poder que se comparte o espera ser compartido. No es nuevo que la fórmula es la existencia de un jefe de Estado, electo por la voluntad popular, y un jefe de gobierno, designado por el primero y que dependa junto al resto del gabinete de la confianza parlamentaria. Esta sí sería una reforma en serio y profunda, y no una eliminación aislada del balotaje que haría retroceder al país a los tiempos de presidentes minoritarios con baja legitimidad.
Estamos convencidos que es un camino posible que el país podría recorrer, sobre todo si se lo hace por encima de la estrechez de la mirada electoralista.
Por un lado, porque continuamos con un sistema de partidos fragmentado y nada indica que la cosa vaya a cambiar para la próxima elección, sobre todo sabiendo que para el Frente Amplio mantener su caudal electoral es una “misión imposible” y con un Partido Nacional y Colorado disputando el electorado liberal.
Por otro, porque este Gobierno es un testimonio de lo que representa la acumulación total del poder político acompañado por un estilo de administración que impone sus ideas sin darle ningún espacio a la oposición. Sólo se negocia al interior del Frente Amplio y todavía se tiene el descaro de hacer pasar esa discusión interna como si fuera del Parlamento en su conjunto. Para colmo, un Gobierno y sus aliados sociales que no han dudado en acusar a los medios de comunicación, a organizaciones sociales y a los partidos de la oposición de conformar una especie de “eje del mal”. ¡Linda manera de abrirse ante la opinión de los demás! Por lo tanto, de un Ejecutivo fuerte y estable —que es lo que el régimen presidencialista nos ofrece como uno de sus atributos fundamentales— hemos pasado a alarmarnos ante un gobierno que hace abuso de poder. Sin duda, esto es sinónimo de un aumento de la polarización, cuyo primer responsable es el Gobierno.
Por último, y como lógica derivada del propio presidencialismo, el país tiene que padecer lo irregular que son las gestiones ministeriales sin poder hacer nada con los ministros a todas luces incompetentes. Más allá de la opinión que tengamos sobre ésta o aquélla política concreta, hay ministros que producen, pero hay ministros que ya han demostrado ser letalmente ineficientes. Ya no se trata de discrepancias políticas, sino lisa y llanamente de ineptitud. Esos ministros están aferrados al sillón como a un rencor y no hay régimen institucional que permita aplicarles a una censura constructiva.
No creo que Uruguay resista un modelo parlamentarista puro, al menos sin alterar profundamente buena parte de la normativa política y electoral, lo que es otra manera de decir lo mismo. Ahora bien, transformar nuestro régimen de gobierno en un régimen de neto corte semipresidencialista o semiparlamentarista, como quiera llamársele, no es para mí una idea descabellada.
El Frente Amplio tanto habló de la reelección como fórmula de solución a su conflictividad interna que no advirtió que lo que el Uruguay como país necesita no es la reelección (menos con un régimen presidencialista y con esta concentración de poder) sino la continuidad y la estabilidad de las políticas. Porque convengamos que entre las consecuencias de que no se admita la reelección, está el problema de la posible discontinuidad de las políticas gubernamentales. Pero la reelección con presidencialismo es potenciar todos los aspectos negativos de éste.
Lo que importa es la continuidad de los acuerdos mayoritarios asiduamente renovados y la estabilidad basada en la moderación que provoca la propia búsqueda de los entendimientos y de un poder que se comparte o espera ser compartido. No es nuevo que la fórmula es la existencia de un jefe de Estado, electo por la voluntad popular, y un jefe de gobierno, designado por el primero y que dependa junto al resto del gabinete de la confianza parlamentaria. Esta sí sería una reforma en serio y profunda, y no una eliminación aislada del balotaje que haría retroceder al país a los tiempos de presidentes minoritarios con baja legitimidad.
Estamos convencidos que es un camino posible que el país podría recorrer, sobre todo si se lo hace por encima de la estrechez de la mirada electoralista.