(Publicado - El Observador 25/07/07)
El actual gobierno ya tiene groseros problemas de desconfianza sobre varios de sus gobernantes. La ciudadanía va tomando nota de diversos administradores de lo público que dejan mucho que desear en materia de probidad moral y prolijidad. Precisamente, algunas de esas “cosas” fueron las que, en otras oportunidades, lapidaron a los partidos históricos. El corporativismo político es una maldición que habría que aprender a erradicar del accionar cotidiano. Cuando la gente desconfía de los administradores de lo público y cuando la economía no funciona bien, es inevitable que la bomba reviente. Ambas desgracias devienen carga demasiado pesada para la gente.
Este gobierno se venía salvando hasta ahora por la novedad, porque se presumían probos y porque el crecimiento de la economía era obvio. Hoy, los precios se dispararon, el impuesto astorista generó inquietud en el mercado y en las personas concretas y no son pocos los que contrajeron el gasto de manera abrupta. Si a esto se le agrega el penoso espectáculo de marchas y contramarchas que brinda el gobierno en varios frentes, más el caso Bengoa, más el caso Satenil, más los ministros viajeros, más los hijos de varios gobernantes obteniendo fulgurantes “exitos” empresariales, más los amigos del gobierno poblando cuanta posición nacional e internacional hay, en fin, hasta el más tontito se empieza a molestar. El voto que pidieron prestado se esfuma con enojos varios.
En realidad, hay una circunstancia desencadenante de otras, porque se constituye en el factor legitimador primigenio: con el Presidente de la República a la cabeza liderando la fiesta, en este país los gobernantes pueden desarrollar actividad profesional y actividad privada con aplauso, medalla y beso de su fuerza política. Y desde esa perspectiva legitimante, todo lo demás está bien.
Negocios con el sector privado como el de Pluna, realizados a las apuradas, con gente que ayer eran considerados “corruptos” y ahora son “partner” del gobierno. Acuerdos con Venezuela que nadie explica nada, ni de dónde sale el dinero, ni a quiénes del sector privado beneficia y cuál fue la razón de tamaña suerte de algunos beneficiarios. Y lo peor es que en todos los casos se alimentan las conjeturas, las dudas…
Es que este gobierno miente cuando dice que es transparente. Con su estilo refundacional se han creído que gobernar era montar una serie de redes de poder gramscianas, con “amigotes” a los que recurrir mañana en el deseo por la continuidad de la perpetuación del poder. Todo muy burdo y tristemente decadente. Lo advierte cualquiera.
Lo increíble del caso es que —como siempre— el poder es tan narcotizante que genera la ilusión de la eternidad. Los actuales gobernantes creen que, por alguna extraña razón, seguirán ocupando las poltronas oficiales por los siglos de los siglos y no toman conciencia de que el inevitable péndulo de la alternancia llega siempre, tarde o temprano.
Y lo extraño del asunto es que esta izquierda, que era más bien de mate, de comisiones eternas y de utopías salvadoras del hombre, ahora conviva con sumo placer con los valores pequeño-burgueses, con los negocios y con gente que, hasta ayer, les daba asco. ¿Qué pasó por esas cabezas? ¿Cambiaron tanto o se adaptaron a una posmodernidad que les aniquiló el discurso? ¿O sostuvieron una plataforma de ideas que, cuando llegaron al poder, advirtieron que sólo eran un ficción naíf? ¿Dónde quedó la ética de la “convicción” solo en la dialéctica de los derechos humanos?
Todos sabíamos, ya, que el poder intoxica superlativamente pero en forma progresiva. Lo que no previmos es que, en el caso del oficialismo “progresista”, esa intoxicación se produjera tan rápidamente y con tal intensidad. Intoxicación que, al primer traspié de la economía global, devendrá castigo ciudadano. Y no habrá discurso de “herencia maldita” que valga. Porque ellos habrán sido los creadores de su propio legado envenenado. Las estupideces de las que habla Fernandez Huidobro al final salen carísimas.
Este gobierno se venía salvando hasta ahora por la novedad, porque se presumían probos y porque el crecimiento de la economía era obvio. Hoy, los precios se dispararon, el impuesto astorista generó inquietud en el mercado y en las personas concretas y no son pocos los que contrajeron el gasto de manera abrupta. Si a esto se le agrega el penoso espectáculo de marchas y contramarchas que brinda el gobierno en varios frentes, más el caso Bengoa, más el caso Satenil, más los ministros viajeros, más los hijos de varios gobernantes obteniendo fulgurantes “exitos” empresariales, más los amigos del gobierno poblando cuanta posición nacional e internacional hay, en fin, hasta el más tontito se empieza a molestar. El voto que pidieron prestado se esfuma con enojos varios.
En realidad, hay una circunstancia desencadenante de otras, porque se constituye en el factor legitimador primigenio: con el Presidente de la República a la cabeza liderando la fiesta, en este país los gobernantes pueden desarrollar actividad profesional y actividad privada con aplauso, medalla y beso de su fuerza política. Y desde esa perspectiva legitimante, todo lo demás está bien.
Negocios con el sector privado como el de Pluna, realizados a las apuradas, con gente que ayer eran considerados “corruptos” y ahora son “partner” del gobierno. Acuerdos con Venezuela que nadie explica nada, ni de dónde sale el dinero, ni a quiénes del sector privado beneficia y cuál fue la razón de tamaña suerte de algunos beneficiarios. Y lo peor es que en todos los casos se alimentan las conjeturas, las dudas…
Es que este gobierno miente cuando dice que es transparente. Con su estilo refundacional se han creído que gobernar era montar una serie de redes de poder gramscianas, con “amigotes” a los que recurrir mañana en el deseo por la continuidad de la perpetuación del poder. Todo muy burdo y tristemente decadente. Lo advierte cualquiera.
Lo increíble del caso es que —como siempre— el poder es tan narcotizante que genera la ilusión de la eternidad. Los actuales gobernantes creen que, por alguna extraña razón, seguirán ocupando las poltronas oficiales por los siglos de los siglos y no toman conciencia de que el inevitable péndulo de la alternancia llega siempre, tarde o temprano.
Y lo extraño del asunto es que esta izquierda, que era más bien de mate, de comisiones eternas y de utopías salvadoras del hombre, ahora conviva con sumo placer con los valores pequeño-burgueses, con los negocios y con gente que, hasta ayer, les daba asco. ¿Qué pasó por esas cabezas? ¿Cambiaron tanto o se adaptaron a una posmodernidad que les aniquiló el discurso? ¿O sostuvieron una plataforma de ideas que, cuando llegaron al poder, advirtieron que sólo eran un ficción naíf? ¿Dónde quedó la ética de la “convicción” solo en la dialéctica de los derechos humanos?
Todos sabíamos, ya, que el poder intoxica superlativamente pero en forma progresiva. Lo que no previmos es que, en el caso del oficialismo “progresista”, esa intoxicación se produjera tan rápidamente y con tal intensidad. Intoxicación que, al primer traspié de la economía global, devendrá castigo ciudadano. Y no habrá discurso de “herencia maldita” que valga. Porque ellos habrán sido los creadores de su propio legado envenenado. Las estupideces de las que habla Fernandez Huidobro al final salen carísimas.